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Consolación y desolación

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01/08/2024 – Jesús dice que el Reino de los Cielos es un momento, un estado donde Dios se hace presente para distinguir, como un pescador que tira al fondo del mar, saca los pescados y los examina para quedarse con los bueno. Este es el camino del dicernimiento que buscamos aprender a transitar:

Jesús dijo a la multitud: “El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.
¿Comprendieron todo esto?”. “Sí”, le respondieron. Entonces agregó: “Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo”. Cuando Jesús terminó estas parábolas se alejó de allí. San Mateo 13,47-53

El alma está impulsada por varios espiritus. En esta básica diferenciación, Ignacio habla de consuelos y desolaciones, las cuales deben ser trabajas cuando pasamos la red del discernimiento por el alma. En ese sentido, el hombre no se ve librado de elegir, sino que siempre debe estar en posición de opción cuando está en contacto desde el corazón con el mismo y todo lo que le rodea.

La consolación pone el corazón en sintonía con el fuego del Espíritu Santo; esto es alegría paz interior, gozo en el Señor. En cambio, en la desolación busca detenernos. Por eso, Ignacio pone mucho énfasis en describir cómo actuar frente a la desolación, donde habitualmente nos mueve el espíritu del mal.
El desolado tiende a encerrarse en sí mismo; le cuesta amar dado que la caridad se le torna un suplicio; los demás pierden importancia, desaparecen de su corazón; la persona empieza a querer “morderse la cola”, gira sobre sí misma; se le vienen a la memoria broncas, fracasos, tendencias a desvalorizarse, a no sentir el amor de Dios.

El Mal Espíritu muestra el pecado, el fracaso, las heridas, los errores de un tiempo que pasó, queriéndonos revolcar en el barro para dejarnos allí empantanados e impedir que sigamos adelante. En cambio, el Buen Espíritu muestra igualmente lo que pasó, pero con una mordiente que a la persona le permite ir hacia adelante, continuar con su marcha.

Cuando se detecta la presencia del Mal Espíritu trayendo desolación al corazón hay que denunciarlo y ponerlo en evidencia. Y para detectar su presencia, basta con que nos fijemos si hemos caído en algunas de estas expresiones típicas de los desolados. “basta”, “estoy harto”, “dejo todo”, “esto es inútil”, “nadie me ayuda”, “todo está perdido”. Son expresiones absolutas, llenas de una profunda negatividad.
Otras expresiones del desolado como “para que hablar”, “no me entienden” o “no me conocen”; entonces la vida se convierte en un llanto, el desolado se autovictimiza y siente que es imposible seguir luchando. Aquí es cuando comienzan a surgir algunas reacciones, que se plasman en frases como “yo hago la mía” o “me corto solo”. Estas expresiones son típicas del Espíritu del mundo en que vivimos, que es tremendamente individualista, egoísta y hedonista.

El Mal Espíritu también se presenta bajo otro rostro, las afirmaciones del tipo “no valgo nada”, “no sirvo para nada”, “no me quieren”, “nadie entiende lo que me pasa” o “al final me deslomo todo el día y nadie me tiene en cuenta” son las más habituales. Otro modo de presentarse, cuando alguien tiene una responsabilidad en la conducción de personas o grupos, en la paternidad, en el pastoreo, siente que ha sido traicionado en el ejercicio de su servicio y dice: “bueno, listo, que se las arreglen solos…. basta, que Dios los ayude, yo también tengo derechos”.

A las manifestaciones del Mal Espíritu las podemos clasificar en tres: por un lado, cuando aparece la duda y la aflicción; por otro, cuando quiere manejar nuestro tiempo, y por último, cuando se encarga de caricaturizar la memoria. Si hay un modo en el que el Mal Espíritu trabaja y deja su huella es cuando va por el camino de la duda y la aflicción. En estos casos hay falta de paz, tristeza, desánimo, debilitamiento de la fe, la esperanza y la caridad, soledad. El alma siente que está toda arrinconada, amordazada, atada. En cambio, cuando la vida de Dios se encuentra en nosotros, hay gozo, paz y alegría en el espíritu.
Cuando el Mal Espíritu maneja los tiempos interiores, nos aparta del “kayros”, que es el tiempo de Dios en el presente, es la idea del “momento oportuno” que tenían los griegos. Aquí, el Mal Espíritu lleva al desolado hacia el pasado, tentando por el lado de los pecados que ya fueron cometidos, haciéndonos creer que no se puede vivir sin ellos, que siguen incidiendo en la vida presente, que de ahí nunca vamos a salir y que nuestra vida está marcada por la terrible fatalidad de haber caído. y por lo tanto. lo nuestro no tiene respuesta ni solución.

Cuenta la historia que allí donde descansaba Ignacio en la casa de los dominicos en Manresa, en el segundo piso hacia abajo, había un hueco que conducía al primer piso por la escalera. En más de una oportunidad, sintió tanta desesperación por los escrúpulos de su vida pasada, que hubiera deseado arrojarse sobre ese hueco para quitarse la vida. Así es el Mal Espíritu cuando ataca, es insidioso, malicioso y hasta asesino. Quiere terminar con la vida de Dios en nosotros.

El Espíritu del Mal también tiene la virtud de caricaturizar la memoria, haciendo que las cosas aparezcan enfatizando lo negativo de lo que aconteció y minimizándolo también. En una de las escenas de la película “El Rito”, el exorcista adulto, que es personificado por el actor Anthony Hopkins, le dice al aprendiz que debe prestar mucha atención porque el Mal es un farsante, un mentiroso y un embaucador, es “el padre de la mentira”. Por eso, lo que debemos hacer es denunciarlo y ponerlo al descubierto, dejando que la luz de Jesús, que trae paz y alegría, penetre adonde el Mal quiere enredarnos. Solo así podremos encontrar la verdadera fuerza de liberación interior.

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Jesús dijo a la multitud: “El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.
¿Comprendieron todo esto?”. “Sí”, le respondieron. Entonces agregó: “Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo”. Cuando Jesús terminó estas parábolas se alejó de allí. San Mateo 13,47-53

El alma está impulsada por varios espiritus. En esta básica diferenciación, Ignacio habla de consuelos y desolaciones, las cuales deben ser trabajas cuando pasamos la red del discernimiento por el alma. En ese sentido, el hombre no se ve librado de elegir, sino que siempre debe estar en posición de opción cuando está en contacto desde el corazón con el mismo y todo lo que le rodea.

La consolación pone el corazón en sintonía con el fuego del Espíritu Santo; esto es alegría paz interior, gozo en el Señor. En cambio, en la desolación busca detenernos. Por eso, Ignacio pone mucho énfasis en describir cómo actuar frente a la desolación, donde habitualmente nos mueve el espíritu del mal.
El desolado tiende a encerrarse en sí mismo; le cuesta amar dado que la caridad se le torna un suplicio; los demás pierden importancia, desaparecen de su corazón; la persona empieza a querer “morderse la cola”, gira sobre sí misma; se le vienen a la memoria broncas, fracasos, tendencias a desvalorizarse, a no sentir el amor de Dios.

El Mal Espíritu muestra el pecado, el fracaso, las heridas, los errores de un tiempo que pasó, queriéndonos revolcar en el barro para dejarnos allí empantanados e impedir que sigamos adelante. En cambio, el Buen Espíritu muestra igualmente lo que pasó, pero con una mordiente que a la persona le permite ir hacia adelante, continuar con su marcha.

Cuando se detecta la presencia del Mal Espíritu trayendo desolación al corazón hay que denunciarlo y ponerlo en evidencia. Y para detectar su presencia, basta con que nos fijemos si hemos caído en algunas de estas expresiones típicas de los desolados. “basta”, “estoy harto”, “dejo todo”, “esto es inútil”, “nadie me ayuda”, “todo está perdido”. Son expresiones absolutas, llenas de una profunda negatividad.
Otras expresiones del desolado como “para que hablar”, “no me entienden” o “no me conocen”; entonces la vida se convierte en un llanto, el desolado se autovictimiza y siente que es imposible seguir luchando. Aquí es cuando comienzan a surgir algunas reacciones, que se plasman en frases como “yo hago la mía” o “me corto solo”. Estas expresiones son típicas del Espíritu del mundo en que vivimos, que es tremendamente individualista, egoísta y hedonista.

El Mal Espíritu también se presenta bajo otro rostro, las afirmaciones del tipo “no valgo nada”, “no sirvo para nada”, “no me quieren”, “nadie entiende lo que me pasa” o “al final me deslomo todo el día y nadie me tiene en cuenta” son las más habituales. Otro modo de presentarse, cuando alguien tiene una responsabilidad en la conducción de personas o grupos, en la paternidad, en el pastoreo, siente que ha sido traicionado en el ejercicio de su servicio y dice: “bueno, listo, que se las arreglen solos…. basta, que Dios los ayude, yo también tengo derechos”.

A las manifestaciones del Mal Espíritu las podemos clasificar en tres: por un lado, cuando aparece la duda y la aflicción; por otro, cuando quiere manejar nuestro tiempo, y por último, cuando se encarga de caricaturizar la memoria. Si hay un modo en el que el Mal Espíritu trabaja y deja su huella es cuando va por el camino de la duda y la aflicción. En estos casos hay falta de paz, tristeza, desánimo, debilitamiento de la fe, la esperanza y la caridad, soledad. El alma siente que está toda arrinconada, amordazada, atada. En cambio, cuando la vida de Dios se encuentra en nosotros, hay gozo, paz y alegría en el espíritu.
Cuando el Mal Espíritu maneja los tiempos interiores, nos aparta del “kayros”, que es el tiempo de Dios en el presente, es la idea del “momento oportuno” que tenían los griegos. Aquí, el Mal Espíritu lleva al desolado hacia el pasado, tentando por el lado de los pecados que ya fueron cometidos, haciéndonos creer que no se puede vivir sin ellos, que siguen incidiendo en la vida presente, que de ahí nunca vamos a salir y que nuestra vida está marcada por la terrible fatalidad de haber caído. y por lo tanto. lo nuestro no tiene respuesta ni solución.

Cuenta la historia que allí donde descansaba Ignacio en la casa de los dominicos en Manresa, en el segundo piso hacia abajo, había un hueco que conducía al primer piso por la escalera. En más de una oportunidad, sintió tanta desesperación por los escrúpulos de su vida pasada, que hubiera deseado arrojarse sobre ese hueco para quitarse la vida. Así es el Mal Espíritu cuando ataca, es insidioso, malicioso y hasta asesino. Quiere terminar con la vida de Dios en nosotros.

El Espíritu del Mal también tiene la virtud de caricaturizar la memoria, haciendo que las cosas aparezcan enfatizando lo negativo de lo que aconteció y minimizándolo también. En una de las escenas de la película “El Rito”, el exorcista adulto, que es personificado por el actor Anthony Hopkins, le dice al aprendiz que debe prestar mucha atención porque el Mal es un farsante, un mentiroso y un embaucador, es “el padre de la mentira”. Por eso, lo que debemos hacer es denunciarlo y ponerlo al descubierto, dejando que la luz de Jesús, que trae paz y alegría, penetre adonde el Mal quiere enredarnos. Solo así podremos encontrar la verdadera fuerza de liberación interior.

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