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Pentecostés

4:06
 
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Pentecostés

Un hombre joven andando por la calle se encontró con una tienda cuyo rotulo decía: la felicidad. Al entrar se sorprendió que estaba servida por ángeles. Le preguntó a uno de ellos: ¿Qué venden aquí? El ángel le contestó: Vendemos cualquier cosa que traiga felicidad a los humanos. El joven se entusiasmó con la respuesta y comenzó a pedir una lista de deseos: Deme el final de las guerras, riquezas para los pobres, amor entre los esposos, salud a los enfermos… El ángel le paró con gentileza diciendo: Aquí no vendemos frutos sino semillas.

Los frutos del Espíritu Santo vienen de las semillas que el Paráclito plantó en nuestras almas al nacer. Con el bautismo comenzaron a crecer, introducidos en terreno fértil y regadas con el agua viva de la gracia. Comienzan a crecer en el alma del bebé cuando este es bautizado, por debajo del suelo, sin hacer ruido, sin que se vean o se noten, como esos bulbos que producen cada año maravillosas flores en la primavera.

Todo lo que tenemos que hacer es cuidarlas, mantenerlas y asegurarnos que se desarrollen. Las regamos con el agua de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, la fertilizamos con nuestra vida de oración y obras de piedad, y tratamos de matar los bichos malos con la confesión frecuente. Deberíamos construir una pared alrededor para protegerlas del viento, con una vida de recogimiento y meditación, y no dejar que las plantas se expongan mucho al sol, protegiéndolas de los medios sociales y las películas, que pueden secarlas. Algunos frutos tardan mucho en producirse. Hay árboles frutales que tardan siete años. Vienen en diferentes estaciones, algunos al principio de la vida, otros por el medio, y otros al final, cuando los necesitamos.

Podemos comparar nuestra alma con el paraíso terrenal, el jardín del Edén, donde Dios solía pasear con Adán y Eva durante la brisa del atardecer. Si cuidamos nuestro jardín, Dios estará más dispuesto a pasear con nosotros. Y si lo cuidamos bien, cada año crecerá con más hermosura. Ahí están los siete árboles, altos y majestuosos, los dones del Espíritu Santo. También los doce arboles frutales que producen los frutos del Paráclito. Los necesitamos todos para mantener una dieta armoniosa.

Cuando leemos la lista de los frutos del Espíritu Santo, inmediatamente nos atraen, y queremos que sean parte de nuestras vidas y de los que amamos. Es bueno leerla con frecuencia para desearlos y cuidarlos: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad. Son contrarias a las tendencias bajas que tenemos en nuestro corazón, esos vicios que el demonio trata de promover con su persistencia maliciosa. Como en todo jardín, dentro de nosotros crecen al mismo tiempo flores y malas hierbas. Por ello debemos constantemente desenterrar todo lo que no deje crecer las flores. Así podremos recoger un buen ramo de rosas para dárselas a nuestra madre.

josephpich@gmail.com

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Los frutos del Espíritu Santo vienen de las semillas que el Paráclito plantó en nuestras almas al nacer. Con el bautismo comenzaron a crecer, introducidos en terreno fértil y regadas con el agua viva de la gracia. Comienzan a crecer en el alma del bebé cuando este es bautizado, por debajo del suelo, sin hacer ruido, sin que se vean o se noten, como esos bulbos que producen cada año maravillosas flores en la primavera.

Todo lo que tenemos que hacer es cuidarlas, mantenerlas y asegurarnos que se desarrollen. Las regamos con el agua de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, la fertilizamos con nuestra vida de oración y obras de piedad, y tratamos de matar los bichos malos con la confesión frecuente. Deberíamos construir una pared alrededor para protegerlas del viento, con una vida de recogimiento y meditación, y no dejar que las plantas se expongan mucho al sol, protegiéndolas de los medios sociales y las películas, que pueden secarlas. Algunos frutos tardan mucho en producirse. Hay árboles frutales que tardan siete años. Vienen en diferentes estaciones, algunos al principio de la vida, otros por el medio, y otros al final, cuando los necesitamos.

Podemos comparar nuestra alma con el paraíso terrenal, el jardín del Edén, donde Dios solía pasear con Adán y Eva durante la brisa del atardecer. Si cuidamos nuestro jardín, Dios estará más dispuesto a pasear con nosotros. Y si lo cuidamos bien, cada año crecerá con más hermosura. Ahí están los siete árboles, altos y majestuosos, los dones del Espíritu Santo. También los doce arboles frutales que producen los frutos del Paráclito. Los necesitamos todos para mantener una dieta armoniosa.

Cuando leemos la lista de los frutos del Espíritu Santo, inmediatamente nos atraen, y queremos que sean parte de nuestras vidas y de los que amamos. Es bueno leerla con frecuencia para desearlos y cuidarlos: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad. Son contrarias a las tendencias bajas que tenemos en nuestro corazón, esos vicios que el demonio trata de promover con su persistencia maliciosa. Como en todo jardín, dentro de nosotros crecen al mismo tiempo flores y malas hierbas. Por ello debemos constantemente desenterrar todo lo que no deje crecer las flores. Así podremos recoger un buen ramo de rosas para dárselas a nuestra madre.

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